miércoles, 20 de marzo de 2013

El mendigo confeso de 11 asesinatos llevaba una tumba en su piel


Francisco García Escalero, el mendigo psicópata de 39 años que ha confesado haber asesinado al menos a 11 personas, lleva su destino tatuado en la piel. Su antebrazo derecho muestra en tinta azul una tumba, en cuya lápida hay grabada una borrosa leyenda: "Naciste para sufrir". Es un recuerdo de la cárcel, de esos pabellones de castigo que le vieron hundirse desde el 28 de agosto de 1970, cuando a los 16 años ingreso en la prisión de Carabanchel por robar una motocicleta. Fue la época en la que ese joven taciturno, que siempre perdía en las peleas del barrio de casetas e Bilbao, inició un descenso que le llevaría a confesar 19 años más tarde que había profanado cementerios y violado cadáveres, que había degollado, emasculado y quemado a sus compinches de siestas y borracheras.

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Prefería pedir antes que aceptar algo de la madre
Una tumba cuya primera piedra se colocó el 24 de mayo e 1954. Aquel lunes, su madre, 1,3regoria, le parió en el desaparecido hospital de El Cisne. Era el segundo y último hijo -el mayor le saca dos años- de un matrimonio de agricultores que abandonó los campos de Zamora en busca de un futuro mas cálido en la capital. Recalaron en la calle de Marcelino Roa Vázquez, número 36, del barrio de casetas bajas de Bilbao. Su sueño era poseer un piso. Tardarían dos décadas en conseguirlo.

Ocuparon un chamizo de dos habitaciones, sin agua corriente. En el cuarto de los críos, donde los hermanos dormían en la misma cama, el cuadro de una Virgen en tres dimensiones constituía el único adorno.

El niño acudía al colegio público Emilio Ferrari. La madre, que trabajaba de limpiadora en una empresa, no le podía acompañar a la escuela. Tampoco el padre, albañil.

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El chiquillo que nunca supo contar chistes

VIENE DE LA PÁGINA 1Esta circunstancia era aprovechada por el crío para hacer novillos. No pasaba de los seis años y las clases le pesaban demasiado en su cabeza. Prefería corretear por las lomas, descenderlas en patinete. Con él, arrodillado sobre su madera oscura, el pequeño Paco descendía incansable las empinadas cuestas del barrio. Con el paupérrimo aire de los anos cincuenta cortándole la cara, el chaval reía; reía con una alegría que jamás le volverían a ver quienes le conocieron. Muy pronto empezaría a deslizarse por otra pendiente.
Al padre, Antonio, los novillos de su benjamín le sacaban de quicio. Pero el pequeño Paco, siempre testarudo, insistía una y otra vez, y no sólo dejando de asistir a clase o jugando al patinete. Por las noches no regresaba a casa. Se perdía por los alrededores con otros muchachos. Más de una vez, su silueta recortó las tapias del cementerio de Nuestra Señora de la Almudena, a dos pasos de su casa. La costumbre no le abandonaría.
Pero el espanto, en aquel tiempo, aguardaba al amanecer en la caseta baja. El padre, cinturón en mano, le arreaba brutales palizas, en las que el niño rompía su silencio y estallaba en insultos y golpes. El padre, cada vez más afectado por una artrosis, andaba a duras penas. Ya no podía ir a la obra.
No podían con él
Para sacar unos duros, había montado un puesto ambulante de venta de tabaco y chucherías. Al regresar, veía cómo su hijo pequeño se le iba. Incluso a rastras le perseguía con la correa. "El padre no podía con él", recuerda un familiar.
Una de las pocas alegrías le llegaba de la mano de su madre. Los domingos por la tarde llevaba a los hermanos, pantalón corto, pelo cepillo, al cine Lepanto, al Mundial, al Aragón. Las pupilas marrones del futuro psicópata se inundaban del blanco y negro de aquellas sesiones continuas. De 7 a 10, Paco permanecía quieto. Mucho más que con el cinturón.
Corrían los años sesenta. Los que le recuerdan de esos años adolescentes hablan de un crío de mal genio, que nunca contaba chistes. Era difícil descubrirle una sonrisa. Indómito, su mundo adquiría volumen junto a otros chavales de aquel barrio de aluvión.
"Se juntaba con lo peor", señala un familiar. Formaban jaurías, donde Paco, perdedor nato en las grescas, daba rienda suelta a una sensación aprendida con el patinete, la velocidad. Las bicicletas, las motos, los coches que no puede comprar. Un universo preparatorio para el futuro ladronzuelo.
A los 16 años consigue faena como repartidor en un ultramarino de la calle de Goya. Durante un par de meses sale con una chica del barrio. Poco durará.
Una noche, una pareja de la Policía Armada se presenta en la caseta de la familia García. Francisco ha robado una motocicleta y está detenido. Al padre, la rabia le inunda. Y a Paco, el chico incapaz de estarse quieto, le abrazan las rejas de Carabanchel. Desde aquel día, las celdas dictarán la longitud de sus pasos.
En 1973, al poco de salir del reformatorio, Francisco García Escalero ya no es sólo un pequeño chorizo. En compañía de otros tres delincuentes, viola y roba. Han atado al novio de la víctima y la han forzado en su presencia, según un conocido. Nadie acudirá al juicio. A la condena judicial se sumará la pena que impone la ley de la cárcel a los violadores.
En 10 años pisará, pese a sus intentos de evasión, las penitenciarías de Ocaña, Cáceres, Carabanchel, El Dueso y Alcalá-Meco. Una tumba y un epitafio se graban en su piel.
El 1 de julio de 1984, con 30 años, recupera la plena libertad por extinción de condena. Le espera un mundo distinto. Su familia, realojada en 1977, vive en la misma calle, pero en un piso. El padre, postrado en la cama, ya no puede andar.
Francisco, con tatuajes de los pies al cuello, quiere integrarse. Ayuda a su padre a lavarse. Todas las noches regresa a las diez a casa. Su ilusión es sacarse el carné de conducir y trabajar de camionero. De nuevo, el amor a la velocidad. Compra una bicicleta, entra en una autoescuela.
La voluntad de aprender se quiebra, sin embargo, por el mismo motivo por el que le pesaban las clases en el colegio. No logra acordarse de las señales de tráfico, su memoria falla. Algo en su interior empieza a revolverse. Carece de amigos o amigas. Nadie le da empleo, recuerda un pariente. Acostumbrado al espacio cerrado de la prisión, ignora adónde ir en la gran ciudad. "Estaba hecho a la cárcel, allí le hundieron", dirá un familiar.
La grieta se abre al morir su padre, en marzo de 1985. Deja de ir a casa y cuando vuelve apenas dice nada. Ha empezado a mendigar. Y si alguna vez recuerda sus tiempos en la cárcel, es para hablar de suicidios. Con los mendigos también lo hará.
Pelea con sus compañeros de andanzas, los feligreses del barrio le temen y más de un vecino de la infancia le da la espalda al reconocerle rondando por las calles.
Ese hombre de pantalones vaqueros y eterna cazadora verde ronda los solares de la niñez. Algunas noches busca descanso en los crematorios. Ha empezado a matar. Tiene 37 años. El 11 de noviembre de 1987 el cuerpo decapitado de una mujer es hallado en el descampado del cruce de la calle de Alcalá con García Noblejas. Este crimen parece de momento el primero de la serie. Sus víctimas siempre pertenecen a su círculo de mendigos, desechos de un Madrid en plena euforia económica. Los mata, según su confesión, por detrás, después de beber vino y tragarse unos tranquilizantes. "Un impulso irrefrenable", dirá.
Una habitación con santos
Cuando regresa a casa de sus correrías, dice que ha pasado por el hospital Psiquiátrico Provincial. En el piso de su madre le espera una habitación que él decora con estampas de santos. Duerme en la habitación del padre fallecido, el de los correazos. Bajo una bombilla roja, las figuras santas comparten espacio con una pila de imágenes truculentas de El Caso. A pocos metros de la casa sigue el cementerio de la Almudena. Lo frecuenta por las noches. Profana tumbas y funde sus aberraciones con los cadáveres. Le descubren y le conducen al hospital Psiquiátrico. De muy poco le sirve, pese a que era él mismo quien forzaba su ingreso. En casa, por las noches, presa de dolores en el vientre, aullaba des de el balcón: "¡Que llamen a la policía!". Varias denuncias de vecinos dan fe de sus alaridos. Pero su caso pasó inadvertido para psiquiatras, policías y jueces.
El 7 de diciembre de 1991 roba en Arganda una motocicleta en compañía de Antonio Serrano, otro mendigo. Ese mismo día les detiene la Guardia Civil. Ambos compañeros de parroquia pasarán ocho días en el penal de Madrid II. Meses más tarde, el cadáver de Serrano es descubierto con la cabeza aplastada y quemado. Nadie, otra vez, le relaciona con el crimen.
La policía finalmente le descubre en octubre de 1993. Escalero, el 19 de septiembre pasado, se había atrevido a matar a un compañero del Psiquiátrico junto al cementerio de su infancia. Poco después del homicidio, según fuentes cercanas a la investigación, trató de suicidarse tirándose bajo las ruedas de un coche.
Ocho cadáveres corresponden a víctimas fichadas por los agentes de homicidios. Otros tres sin identificar están siendo buscados en un pozo ciego donde el mendigo asegura que los arrojó.
En ese solar, pegado al convento de clausura de Santa Gema Galgani, pasó muchas noches Escalero en compañía de otros mendigos. Se refugiaban en una cueva de escombros y encendían hogueras. En ellas el fuego alumbraba un rostro de pedigüeño que ocultaba al mayor asesino en serie de la historia contemporánea de Madrid. Ahora, alargar la lista de sus crímenes depende de su confesión. "Ha matado a más de 11", ha confesado uno de los psiquiatras que le estudia en Carabanchel. La policía sigue investigando. Pero la verdadera tumba permanece cerrada. Su brazo lo dice.
Esta reconstrucción se basa en testimonios de familiares, curas, vecinos, psiquiatras y policías.

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