miércoles, 20 de marzo de 2013
La doble vida del asesino de Gloucester
Dicen que el número 25 ejerce una extraña fascinación sobre la mente difícilmente penetrable de Frederick West. Todos sus domicilios conocidos han tenido esos dos dígitos como denominador. común. Su primer hogar, una caravana en la pequeña localidad de Bishop's Cleeve, a unos 50 kilómetros de Gloucester, estaba aparcada en el puesto número 25; su. primer domicilio con cimientos lo tuvo en el 25 de Midland Road, a muy pocos metros del tercero y hasta ahora definitivo: el número 25 de Cromwell Street, en la misma ciudad donde nació hace 52 años. Hasta el punto de que no pocos de sus convecinos se preguntan si no será también 25 el número definitivo de víctimas de este todavía supuesto asesino en serie que amenaza con superar todos los récords establecidos hasta ahora en esta materia en el Reino Unido.Una gloria dudosa, incluso en un país donde la fama -proceda de donde proceda- se cotiza alto, como ha apreciado ya una prestigiosa firma de seguros, Halifax, al reconocer que el precio de ese tétrico edificio del 25 de Cromwell Street puede alcanzar cifras astronómicas entre los coleccionistas más excéntricos Aunque su valor haya caído en picado para la gente común Trisha Doren pertenece a ese inmenso grupo humano y vive a una manzana de la calle fatídica, en Gloucester. Trisha Doren cree que la casa de los horrores será la ruina de la ciudad. "Nos van a conocer sólo por eso", dice. Despeinada y todavía en zapatillas, la señora Doren ha salido apresuradamente de su domicilio con la única intención de ver con sus propios ojos la fachada deslucida de una casa por delante de la cual ha pasado mil veces. "Aunque a él nunca le vi", dice la señora Doren bajando un poco la voz.
El gran misterio
Frederick West. Él es el gran misterio. Un personaje aparentemente insignificante, pese al aspecto feroz que presenta en la única fotografía de juventud difundida por la policía. Pero los años han matizado los rasgos hasta convertir al señor West -un obrero de la construcción que se ganaba la vida haciendo chapuzas de mayor o menor envergadura- en un abotargado cincuentón más bien grueso, de pequeña estatura, abundante pelo negro y cierta tendencia a los desmayos.
Cuando, el jueves 3 de marzo el juez de Gloucester encargado del caso le comunicó la acusación de asesinato que pesaba sobre él, Frederick West sufrió un desfallecimiento. Para entonces eran sólo tres sus hipotéticas víctimas. Ahora se enfrenta a ocho asesinatos, supuestamente cometidos entre enero de 1972 y febrero del año en curso. Es decir, el tiempo que residió en Cromwell Street.
Veintidós años de una existencia anodina, en una tranquila ciudad de provincias de Inglaterra de unos 120.000 habitantes que conserva escasas huellas de su glorioso pasado medieval. Veintidós años manejando con destreza una doble vida. Algo no tan infrecuente, sobre todo en un país donde las formalidades ahogan cualquier intento de naturalidad. Claro que la doble Vida de Frederick West tenía una pequeña particularidad: a su alrededor desaparecía la gente.
Un buen día, hará unos 25 años, se esfumó sin dejar rastro su primera mujer, una escocesa llamada Catherine Costello, camarera de un pub en Ledbury, en Herefordshire, al que West, sin profesión conocida por esas fechas, se aficionó enseguida. Ella tenía 18 años y él 21 cuando decidieron casarse en 1962. Catherine no llegó a vivir nunca en Cromwell Street. Según su ex marido, después de una traumática ruptura, se había decidido a regresar a Escocia para rehacer su vida. La policía sospecha que tuvo acceso, efectivamente, a otra vida y ha iniciado la búsqueda de su cadáver. La hipótesis que maneja es que los restos de Catherine puedan estar enterrados en un campo próximo a su primer domicilio. Quizá junto al de Charmain, la mayor de las dos hijas del matrimonio. Luego, cuando Frederick West contrajó matrimonio con su segunda esposa, Rosemary Letts, una vecina 12 años menor que él, y ambos iniciaron el negocio hotelero, ya instalados en Cromwell Street, empezaron a desaparecer algunas de sus huéspedes.
Era algo verdaderamente misterioso. Aunque, después de todo, qué le importaba a la gente lo que ocurriera en aquella casita de tres plantas situada junto a la iglesia de los Adventistas del Séptimo Día. Algunas de esas jóvenes jamás fueron reclamadas por nadie.
Más tarde, en mayo de 1987, desapareció Heather, nacida de su segunda mujer, Rosemary, con la que empezó a convivir antes de contraer matrimonio, en 1972.
"Un día me di cuenta de que Heather no estaba nunca en casa y le pregunté a Fred por ella. "Se ha ido con un novio", me contestó". Así quedó satisfecha la curiosidad de Graham Letts, tío de la fallecida Heather y, al parecer, una de las pocas personas con las que la extraña pareja mantenía alguna relación.
La vida en Cromwell Street no era, no podía ser, sin embargo, excesivamente cerrada. Fred y Rosemary eran un matrimonio más en una zona degradada donde parte de las necesidades de los vecinos está a cargo de la asistencia social. Por la casa, convertida en modesto hotel, circulaban, además de los ocasionales huéspedes, los 10 hijos de la pareja. Una complicada amalgama de razas y colores debido, a decir del vecindario, a algunas veleidades de Rosemary.
No era más conservadora la conducta de Fred West. Pese a la reserva policial en torno al caso, se sabe que el único acusado del asesinato de ocho mujeres tuvo que comparecer hace un año ante los jueces de Gloucester bajo la acusación, nunca probada, de haber violado repetidas veces a una de sus hijas. Testigos bien pagados por los voraces tabloides británicos le señalan como un degenerado sexual aficionado al vídeo doméstico. Sexo, violencia y muerte formaban parte de la otra cara del modesto albañil y antiguo conductor de camiones, crecido en Much Marcle, un pueblecito plácido de la campiña de Kempsey, a unos 40 kilómetros de Gloucester.
Allí vive aún uno de sus hermanos, en una casa custodiada ahora permanentemente por la policía. Ni familiares ni conocidos tienen nada que contar sobre West. Muchos ni siquiera le recuerdan, y otros, los que le conocen bien, han optado por vender la exclusiva a la prensa sensacionalista.
Sin embargo, hay algo en la increíble historia de Frederick West que ha proyectado una sombra de duda sobre la sociedad británica en su conjunto. No se trata únicamente de la sorprendente impunidad con la que pudo entregarse a tan siniestras excavaciones en el patio de una casa circundada por un vencindario atiborrado de gente, sino de la tremenda certidumbre de lo sencillo que puede resultar desaparecer por completo en el Reino Unido.
¿Qué fue de Mary Balstholm?
La última vez que la vieron, Mary se encaminaba a casa de un amigo con el que había quedado para jugar al monopoly. Pero nunca llegó a su destino.De eso han pasado ya 26 años y en todo ese tiempo nadie ha vuelto a saber nada del paradero de Mary Balstholm, una joven camarera de 15 años que residía con su familia en el área de Gloucestershire.
Mary, como Lucy Partington, estudiante de la Universidad de Exeter, de 21 años de edad, vista por última vez en una parada de autobús el 26 de diciembre de 1978, forman parte de la legión innumerable de personas desaparecidas que, de acuerdo con estimaciones no oficiales, se sitúa en torno a las 250.000 personas en el Reino Unido.
El macabro descubrimiento de nueve cadáveres en el número 25 de Cromwell Street ha desatado la angustia entre los familiares de muchos de esos desaparecidos. Especialmente en el caso de Lucy y Mary. Las sospechas de que algunos de los restos humanos exhumados pudieran corresponder a alguna de las jóvenes no parece una hipótesis descabellada. Pero no se trata sólo de ellas.
Los teléfonos de la oficina de personas desaparecidas de Gloucester han quedado colapsados por la avaláncha de llamadas producida en los últimos días. La neurosis se ha desatado en un país donde no existe un registro centralizado de personas desaparecidas. Funciona la Oficina de Personas Desaparecidas (Missing Persons Bureau), una organización altruista que trabaja con escasos medios en el inventariado y la obtención de datos que permitan la búsqueda de aquellos que voluntaria o involuntariamente pierden las conexiones familiares.
Sin embargo, muchos de los que se desvanecen un buen día ni siquiera son incluidos en ese listado. ¿Razones? Sophie Woodforde, portavoz de la MPB, lo explicaba hace unos días de forma sumamente convincente: "Cuando la persona que desaparece ha cumplido los 18 años, deja de ser considerada como un ser vulnerable por parte de la policía, cuyos recursos económicos son bastante limitados".
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