sábado, 11 de febrero de 2012

DE ROBERT K. RESSLER A JEFFREY DAHMER

DE ROBERT K. RESSLER A JEFFREY DAHMER


 


 


 

Robert K. Ressler


 


 


 

Criminólogo y perfilador psicológico del FBI, creador del término “asesino en serie”


 

"Los más crueles asesinos pueden llevar vidas normales"


 

Coronel retirado de la Armada, Robert K. Ressler trabajó más de 20 años en el FBI,

donde se convirtió en el primer perfilador o especialista mundial en la identificación y captura de criminales violentos, gracias a su habilidad para trazar su perfil psicológico.

Creador del término “serial killer” (asesino múltiple o en serie), este criminólogo norteamericano de 67 años ha estado en España para desvelar las claves de su trabajo.


 

Ha escrito:


 

Homicidio sexual y El que lucha con monstruos, Robert K. Ressler cree que el 90 por 100 de los asesinos en serie actúan impulsados por un móvil sexual.


 

Ressler comenzó a interesarse por los asesinos en serie a los nueve años, en 1946, cuando un estudiante de Chicago llamado William Heirens mató y violó a una niña y dos mujeres. Entonces, el hoy experto criminólogo era demasiado joven para detectar que tras los hechos había un componente sexual, que luego descubriría como básico para entender los actos de estos asesinos. De hecho actualmente cree que el móvil del 90 por 100 de los serial killers es de carácter sexual, mientras que sólo un 10 por 100 actúa por otro tipo de impulsos, como Richard Chase, quien mataba para regenerar con la sangre de sus víctimas la suya propia, que según decía se estaba convirtiendo en polvo. De todo eso ha hablado Ressler en un curso que impartió recientemente en Valencia.


 

–¿Después de más de 40 años persiguiendo asesinos en serie, sigue pensando lo mismo de ellos?


 

– Desde que empecé a interesarme por este tipo de criminales hemos recorrido un largo camino y siempre he aprendido algo nuevo. Yo sigo en ello (Ressler ha creado una empresa para investigar los perfiles de estos asesinos).


 

"La idea de que los criminales en serie quieren que los cojan para dejar de matar es un invento del cine"


 

–¿Cuántos perfiladores psicológicos trabajan hoy en el mundo?


 

– Cuando empezamos apenas había cincuenta, pero ahora hay más; hemos organizado cursos de entrenamiento en varios países.


 

– En el libro Instintos básicos. Por qué matan los asesinos, su amigo el neurólogo Jonathan Pincus dice que estos criminales tienen detrás una infancia de abusos o lesiones neurológicas y que todos matan por los mismos motivos.


 

– Me parece una idea profunda, pero vacía de contenido si no se explica cuál es ese motivo.


 

–¿Es cierto que en muchos casos el entorno más próximo a un asesino no conocía los aspectos oscuros de su personalidad?


 

– Es habitual con los criminales organizados. Hay dos tipos de asesinos en serie: los organizados, que planifican todos los aspectos de sus crímenes, y los desorganizados, que son más impulsivos. La mayoría de los casos se ajustan a uno de los dos modelos, aunque los hay que combinan aspectos de ambos. A los desorganizados la gente de su entorno ya los tenía por raros, pero los organizados pasan desapercibidos hasta que los cogen; como John Wayne Gacy, ejecutado por matar a 33 jóvenes, que era un tipo muy querido por sus vecinos e incluso actuaba en fiestas benéficas disfrazado de payaso.


 


 

El perseguidor no se rinde


 

A sus 67 años, Ressler sigue empeñado en conocer los intríngulis de los serial killers. Una de sus hijas ha seguido sus pasos en el FBI.


 

– Dice usted que los asesinos en serie existen desde la Edad Media.


 

– Es hasta donde he estudiado, pero tal vez existan desde antes.


 

–¿La incomunicación social puede fomentar la aparición de asesinos en serie?


 

– No necesariamente. Algunos de los más crueles han llevado vidas normales, han tenido trabajos y empresas, mientras desarrollaban sus fantasías en la oscuridad. La única opción para cogerlos es que alguien cercano detecte el peligro y lo denuncie. A veces pasa.


 

–¿Los asesinos sienten deseos de entregarse a la policía?


 

– Les sería fácil hacerlo si quisieran. La idea de que los serial killers desean parar de matar procede de las películas de Hollywood y no se corresponde con la realidad. A veces están cansados, pero no creo que quieran ser detenidos.


 

– Pero hay casos como el de Edmund Kemper, que llamó a la policía reconociendo sus crímenes. De hecho fue su llamada lo que permitió su captura...


 

– Es cierto que se estaba cansando de sus crímenes, pero era porque se estaba volviendo paranoico. No creo que se entregara realmente. Estaba muy borracho y muy lejos de donde había actuado, e hizo la llamada a cobro revertido. Lo que sucedía es que estaba convencido de que no lo iban a pillar.


 


 

–¿Hay que tener compasión por los asesinos en serie, en cuanto a víctimas de una infancia difícil?


 

– No, porque han tomado decisiones sabiendo lo que hacían, han hecho mucho daño a la sociedad.


 

– Usted ha entrevistado a la mayoría de ellos. ¿Nunca ha sentido compasión o empatía?


 

– Muchas veces la he tenido por la infancia del asesino, de él como niño, pero nunca he aceptado ni comprendido su actitud de adulto.


 


 

–¿Y alguna vez ha tenido la esperanza de que eran recuperables?


 

– Nunca.


 

– Sin embargo, usted no es partidario de la pena de muerte. Durante su estancia en España, insistió en lo absurdo de esta medida.


 

– La pena de muerte no es disuasoria. La gente que comete delitos sexuales violentos hacen generalizaciones desde su punto de vista sin tener en cuenta la sociedad. No creen que les puedan pillar y actúan como si así fuera. Es una estupidez creer que la pena de muerte les parará. Es preferible mantenerlos bajo custodia, ya que, por un lado, su encarcelamiento de por vida resulta más barato que su ejecución, y además, porque matarles no aporta nada a la sociedad mientras que el estudio de su comportamiento en prisión sí puede ser útil.


 


 

–¿Un perfilador debe meterse en la cabeza de un asesino?


 

– Hacer un perfil criminal es un proceso de análisis, un método que intenta reproducir los cánones de comportamiento de un asesino, pero no tiene nada que ver con las tonterías que salen en las películas.


 

–¿Por ejemplo?


 

– Yo colaboro como asesor en la serie Profiler. A sus responsables se les ocurrió que el protagonista tuviera flashes del comportamiento del criminal. Yo estaba en contra porque parecía que fuese telepatía.


 

– No todos los casos serán así. Hay películas muy interesantes como “Ciudadano X”...


 

– Sí, cierto (sonríe). Se supone que el personaje del FBI que habla con el protagonista soy yo.


 

– Ahí se decía que no deja a sus agentes trabajar más de seis meses en un caso por el agotamiento.


 


 

– Si eso fuera verdad yo estaría en un manicomio.


 

–¿Y cómo hace para superar el estrés de su trabajo?


 

– Mantengo la distancia.


 


 

– Usted ha insistido mucho en que los perfiladores no capturan a los asesinos.


 

– Las películas glorifican a los perfiladores. Entiendo que es un trabajo interesante para el público pero no se corresponde con la realidad. Lo que pasa con los perfiladores es que son una mezcla de piscólogo y policía que resulta muy atractivo para el público medio, pero creer que en la realidad son como en las películas es como pensar que todos los policías son Harry el Sucio.


 

– Vamos, que de cazadores de mentes, nada.


 

– Decir que los casos que hemos citado fueron resueltos por el perfil sería incorrecto. Pero es evidente que si no se hace caso al perfil, si no se le da importancia, no se podrá hacer nada.


 

– Es usted muy crítico con el cine de finales de los 60 y 70, donde el horror y el sexo se confunden en una combinación excitante para cualquier criminal en serie. También lamenta la situación de descontrol que vive la red.


 

– Internet puede provocar que un joven asesino tenga imaginaciones extrañas. Como no tiene amigos, puede llegar a la conclusión de que el compañero sexual es un objeto sin significado, sin humanidad.


 

– ¿La red se ha convertido pues en un terreno fértil para la imaginación de los psicópatas?


 

– Sí. En los años 60 era difícil encontrar pornografía. Ahora en Internet hay pornografía infantil, violencia sexual, sadomasoquismo...; puedes hallar páginas web donde se muestran animales diseccionados o escenas de crimen. Internet puede ser excitante para este tipo de criminales.


 

– Deduzco que usted es partidario de poner controles a Internet.


 

– Hay un fuerte movimiento en Estados Unidos que trata de imponerlos desde dos puntos de vista: en primer lugar, limpiar los contenidos de la web, y en segundo lugar acabar con los emails no deseados, que muchas veces implican sexo explícito. La cosa ha ido tan lejos que cualquier cosa está disponible ahora en la red. Hace poco en Alemania hubo una persona que solicitó que lo mataran y lo comieran. Hay cosas positivas y negativas en Internet, se trata de ver cuánta libertad podemos aceptar. Hace poco tuvimos un caso con una revista, Soldier of fortune, para mercenarios y asesinos a sueldo. Cuando demostramos que se habían cometido crímenes siguiendo los anuncios de la revista, logramos un fallo judicial para cerrarla.


 


 

– Subyace en sus discursos cierto escepticismo respecto a los mitos novelescos y cinematográficos relacionados con el crimen.


 

– No sé si conocen en España a la escritora Patricia Cornwell.


 

– Sí, es una de las grandes damas del crimen.


 


 

– Esa mujer vino a verme a finales de los 80 buscando información para sus libros. Sus obras son ridículas. La idea de que una médico forense colabore con un perfilador es absurda. La investigación que ha realizado para trazar un perfil de Jack el Destripador ha sido totalmente absurda. Esa mujer ha invertido millones de dólares para nada. Tiene alucinaciones.


 

El asesor de Hollywood no cree en los “asesinos geniales”

Serio, frío, sosegado y algo distante, quizá por una leve sordera en su oído derecho, consecuencia de su paso por el ejército, Robert K. Ressler recuerda a los clásicos investigadores veteranos de las películas. No en vano, este criminólogo ha colaborado en la mayor parte de los recientes éxitos televisivos y cinematográficos inspirados en asesinos en serie, además de haber servido de modelo para el personaje de Jack Crawford, el jefe del FBI que anda tras el temible Hannibal Lecter en El silencio de los corderos y las otras novelas de Robert Harris llevadas al cine.


 


 

Sin embargo, pese a su colaboración en obras de ficción, Ressler se muestra crítico con la manera infantil en que Hollywood enfoca a veces estos temas; uno de los mitos que más rechaza es el del asesino en serie inteligente, modelo que ha popularizado precisamente el personaje de Lecter. Reconoce que ha encontrado alguno brillante, pero cree que en general no son más listos que los demás: “Los asesinos en serie son perdedores, personas que han fracasado en su vida. Alguien que triunfa de verdad no precisa matar a nadie”, dice.


 


 

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Entrevista con un asesino serial en Pagina 12 -Argentina, 29 Febrero 2004

(RADAR de Pagina 12)


 


 

Jeffrey Dahmer, “el carnicero de Milwaukee”


 


 

Jeffrey Dahmer es, probablemente, el asesino serial más famoso del mundo desde Jack el Destripador: llevaba asesinadas diecisiete personas en 1991 cuando lo atraparon, recién estaba “en los comienzos” de una escalada de violencia y sus hábitos no se reducían al asesinato y al abuso sexual sino que abarcaban la necrofilia, el descuartizamiento, la antropofagia, la trepanación, la experimentación y un plan para transformar a las personas en zombis. En Dentro del monstruo (Alba Editorial), la continuación del escalofriante El que lucha con monstruos, Robert K. Ressler, pionero de la psicología forense y máxima autoridad en el tema, da a conocer por primera vez el diálogo que mantuvo con Dahmer y en el que “El Carnicero de Milwaukee” cuenta con detalle su vida, los años en que intentó dejar de matar, el modo en que se deshizo de los cadáveres, las veces que la policía estuvo en su casa y no vio nada, los motivos de cada nueva práctica y explica que, en el fondo, simplemente no toleraba que alguien se levantara de la cama y se fuera.


 


 

POR ROBERT K. RESSLER En enero de 1991, unos meses después de mi retiro del FBI, la Universidad de Wisconsin me invitó a dar un curso de elaboración de perfiles criminales en Milwaukee. Era un encargo rutinario y no me detuve a pensar en las consecuencias hasta que por los titulares de la prensa me enteré de que el verano de aquel mismo año habían detenido en Milwaukee a Jeffrey Dahmer. Dahmer estaba acusado de diecisiete asesinatos en aquella zona y en los alrededores de la casa donde había transcurrido su infancia, en Bath, Ohio. Para mí fue una grata sorpresa recibir una carta, el mes de agosto, de un investigador que había asistido al curso y que en aquel momento participaba en el esclarecimiento del caso Dahmer. “No se puede figurar hasta qué punto han sido útiles sus explicaciones para abordar los sucesos ocurridos recientemente en Milwaukee”, decía.

Más tarde, mi intervención en el caso Dahmer fue más directa y personal. En otoño coincidieron en ponerse en contacto conmigo la defensa y un policía que pasó mi historial profesional al fiscal. Mi amigo Park Dietz iba a presentarse por la acusación, pero en aquella ocasión mi opinión difería de la suya y acepté asesorar a la defensa. No es que creyera que Dahmer fuera inocente desde el punto de vista legal o médico, pero me parecía que existían circunstancias atenuantes que permitían plantear un caso de locura. En mi opinión, Dahmer no respondía ni al perfil clásico del criminal “organizado” ni al del “desorganizado”; mientras que un asesino organizado sería legalmente cuerdo, y un asesino desorganizado sería, para la ley, claramente demente, Dahmer era ambas cosas y ninguna de las dos, una especie de criminal “mixto”, por lo que cabía la posibilidad de que un tribunal considerase que no estaba en su sano juicio cuando cometió algunos de sus últimos asesinatos.

Si acepté, fue por la alegación que Gerry Boyle quería que Dahmer presentase. El 13 de enero de 1992, Boyle anunció a la prensa y al tribunal que Dahmer, que en un principio se había declarado “no culpable por enajenación mental”, ahora se declaraba “culpable pero enajenado”. La alegación “culpable pero enajenado” está previsto por la ley de Wisconsin, aunque no por la de otros muchos estados. En virtud de ella, fuera cual fuera el resultado del juicio, Dahmer pasaría el resto de sus días recluido en una institución segura. Si la defensa ganaba el caso, la institución sería un hospital psiquiátrico; si perdía, sería la cárcel. “Éste es un caso sobre el estado mental de Dahmer”, anunció Boyle a la prensa.

Criado en una familia de clase media de una pequeña ciudad de Ohio, Dahmer sólo tenía dieciocho años cuando mató por primera vez: fue en 1978, cerca de su casa de Bath. Transcurrieron ocho años antes de que sintiera la necesidad de matar de nuevo, pero luego la frecuencia de los crímenes se aceleró: uno en 1986, dos en 1988, uno en 1989, cuatro en 1990 y ocho en 1991. Finalmente, un joven de color llamado Tracy Edwards logró huir de él y parar a un coche de policía para que le ayudara a quitarse las esposas con las que Dahmer le había inmovilizado.

Una vez detenido, la policía halló en su apartamento restos humanos, fotografías de las víctimas y gran cantidad de macabros trofeos de los jóvenes asesinados, además de pruebas de canibalismo y tortura. La investigación demostró que la policía había tenido numerosas oportunidades para atraparle antes de su última escalada criminal. En 1988, por ejemplo, un joven laosiano pudo escapar de su apartamento. Dahmer le había llevado allí con la promesa de hacerle unas fotos a cambio de dinero, y luego había intentado drogarlo hasta dejarlo inconsciente. Dahmer, con antecedentes de delitos relacionados con el alcohol, fue condenado entonces por agresión sexual en segundo grado. Estando en libertad bajo fianza en espera de la condena, cometió otro asesinato. Cuando se dictó sentencia, en lugar de recluirlo en la cárcel, se le impuso una condena de un año de prisión en régimen semiabierto y la obligación de asistir a un curso sobre alcoholismo. Por aquel entonces, había varias denuncias de jóvenes desaparecidos en la zona en que Dahmer había recogido al joven laosiano, y también pruebas suficientes para relacionarlo directamente con tres de ellos. Las autoridades policiales, sin embargo, no ataron cabos.

Cuando Dahmer, en condición de régimen semiabierto, solicitó la libertad bajo palabra, incluso su padre, uno de sus más acérrimos defensores, escribió al juzgado oponiéndose a su excarcelación antes de que finalizara el programa de tratamiento, pero aun así fue puesto en libertad. A partir de entonces, la vorágine de asesinatos se aceleró como nunca. Las autoridades tuvieron como mínimo dos oportunidades más para agarrarlo. El 8 de julio de 1990, una de sus víctimas en potencia se puso a gritar con tal fuerza que Dahmer no tuvo más remedio que dejarla marchar; el incidente fue denunciado a la policía, con la descripción de un agresor llamado Jeff y la dirección de su apartamento, pero no se llevó a cabo ninguna investigación. La segunda oportunidad se dio a finales de mayo de 1991, cuando Dahmer secuestró en un centro comercial a otro muchacho laosiano que resultó ser el hermano pequeño del que tres años antes había conseguido escapar de él. Esta vez, el joven también pudo huir, después de haber sido violado, y salió corriendo desnudo a la calle, donde se congregó una multitud que le prestó auxilio hasta la llegada de la policía. Por increíble que parezca, los policías y los bomberos que acudieron a la llamada de urgencia se dejaron convencer por él: les aseguró que el muchacho era su amante y que estaba muy borracho. Los policías llegaron al extremo de acompañar al laosiano a casa de su agresor. La policía no hizo caso del hedor que impregnaba el apartamento y se marchó dejando a Dahmer con su víctima; unos minutos después, el muchacho era estrangulado.

Cuando finalmente, en el verano de 1991, lo detuvieron por asesinato, al principio intentó negar sus crímenes, pero el cúmulo de pruebas encontradas (un bidón lleno de restos humanos, cráneos puestos a secar y barnizados, centenares de fotos) le hizo cambiar de idea y facilitó una detallada descripción de los asesinatos. No sólo confesó el asesinato de los jóvenes sino también una serie de prácticas espantosas que incluían copulación con los cadáveres, canibalismo y prolongadas torturas como preludio de los asesinatos. Dahmer martirizó a algunas de sus víctimas trepanándoles el cráneo y vertiendo ácido directamente sobre el cerebro.

Imaginen, si así lo desean, una voz grave y sonora, aparentemente lacónica, reposada y fluida, pero con signos evidentes de una gran tensión y de esfuerzo por controlar lo que está diciendo. Hay que arrancarle las palabras. Para animarlo a seguir, yo murmuraba monosílabos de asentimiento después de cada frase, pero los he eliminado de la transcripción para facilitar la lectura. Dahmer quería dar la impresión de que colaboraba y de que recordaba lo que había hecho con cierta objetividad, como si el autor de los asesinatos hubiera sido otra persona muy distinta:


 


 

“-Retrocedamos a la época de Bath, cuando cometiste tu primer delito, y quitaste la vida a un ser humano. ¿Antes de eso...?

–No hubo nada.

¿Ninguna agresión, ni nada parecido?

–No. Violencia contra mí, sí. Fue a mí a quien atacaron, sin motivo.

¿Puedes describir brevemente lo que ocurrió?

–Había ido a visitar a un amigo y volvía de noche a casa; vi que se me acercaban tres chicos del instituto, estudiantes de último año. Uno de ellos sacó una porra y me golpeó en la nuca. Así, sin motivo. Eché a correr.

Hablemos un poco de la ruptura de tu familia. Es doloroso para mucha gente, para la gente que ha hecho lo mismo que tú, y puede convertirse en un elemento importante de su vida. Permíteme que te pregunte: ¿en algún momento sufriste alguna agresión sexual?


 

–No.

Entonces, ésta no fue la causa. He oído de tu interés por diseccionar animales y cosas por el estilo. ¿Cuándo empezó?

–A los quince o dieciséis años.

¿Empezó en la clase de biología?

–Sí. Nos hicieron diseccionar un lechón.

¿Cómo describirías tu fascinación por, bueno, por la desmembración (Dahmer se ríe) de animales?

–Pues... uno fue un perro grande que encontré en la carretera. Iba a separar la carne, blanquear los huesos, reconstruirlos y venderlo. Pero no llegué a hacerlo. No sé cómo empecé a meterme en esto; es una afición un poco rara.

-Me parece recordar que pusiste la cabeza en un palo y lo dejaste detrás de tu casa.

–Fue una broma. Encontré al perro y lo rajé para ver cómo era por dentro. Después se me ocurrió que sería divertido clavar la cabeza en una estaca y dejarla en el bosque. Llevé a uno de mis amigos y le dije que me lo había encontrado entre los árboles.

-¿Qué edad tenías entonces?

–Creo que dieciséis.

-¿Qué año era?

–A finales de los setenta.

Estábamos ahora preparados para adentrarnos en el terreno de los asesinatos. Dahmer tiene una imagen fija en la cabeza, el momento de recoger a un hombre haciendo dedo, y cuando ésta se materializa en la vida real, se siente arrastrado por los acontecimientos y tiene que llegar hasta el final.

-Tenías unos dieciocho años cuando cometiste el primer asesinato, ¿no es cierto?

–Antes llevaba un par de años teniendo la fantasía de encontrar a un hombre guapo haciendo dedo y (pausa dramática)... gozar sexualmente de él.

¿De dónde la sacaste: de una película, de un libro?

–No. Me vino de dentro.

-De dentro?

–Ocurrió por casualidad una semana que no había nadie en casa. Mi madre estaba fuera con David, en un motel a unos ocho kilómetros; yo tenía el coche, eran más de las cinco de la mañana y regresaba a casa después de haber bebido. No buscaba a nadie, pero a un kilómetro de casa, lo vi. Hacía dedo. No llevaba camisa y era guapo. Me sentí atraído por él. Pasé por delante de él, frené y pensé: “¿Qué hago? ¿Lo hago subir o no?”. Le pregunté si quería fumar un porro y él respondió: “¡Estupendo!”. Fuimos a mi habitación, bebimos unas cervezas y en el rato que pasamos juntos vi que no era gay. No sabía cómo retenerlo si no era agarrando la barra de las pesas y golpeándolo en la cabeza. Luego lo estrangulé con la misma barra.

-¿Tienes idea de dónde te vino esta fantasía de tomar a alguien por la fuerza? ¿También imaginabas quitar la vida a alguien?

–Sí, sí. Todo... todo giraba alrededor de tener un dominio absoluto. Por qué, o de dónde me vino esto, no lo sé.

¿Te sentías fuera de lugar en tus relaciones con la gente?

–En el pueblo donde vivía, la homosexualidad era el máximo tabú. Nunca se hablaba de eso. Yo sentía deseos de estar con alguien, pero nunca conocí a nadie que fuera gay, por lo menos que yo supiera; sexualmente era muy frustrante.

-¿Y después de estrangularlo? ¿Hubo actividad sexual antes de eso?

–No. Yo estaba muy asustado por lo que había hecho. Anduve un rato de un lado para otro por la casa. Al final me masturbé.

-¿Estabas excitado por lo ocurrido?

–Por tenerlo cautivo.

-Bien. Estaba inconsciente, o muerto; no podía ir a ninguna parte. ¿Eso te excitaba?

–Exacto. Más tarde bajé el cadáver al sótano. Me quedo allí, pero no puedo dormir, vuelvo a subir a la casa. Al día siguiente tengo que pensar en una manera de deshacerme de las pruebas. Compro un cuchillo de caza. Por la noche vuelvo a bajar, le abro el vientre y me masturbo otra vez.

-¿Te excitó sólo el físico?

–Los órganos internos.

-¿Los órganos internos? ¿La acción de destriparlo?

–Sí, luego le corto un brazo. Luego todo el cuerpo en pedazos. Meto cada trozo en una bolsa y después todo en tres bolsas grandes de plástico para la basura. Pongo las bolsas en la parte trasera del coche y me voy a tirar los restos a un barranco, a quince kilómetros. Son las tres de la madrugada. Voy por una carretera secundaria desierta y, a mitad de camino, me para un policía, por ir demasiado a la izquierda. El agente pide refuerzos. Son dos. Me hacen la prueba de alcoholemia. La paso. Iluminan el asiento trasero con la linterna, ven las bolsas y me preguntan qué es. Les digo que basura, porque cerca de mi casa no hay ningún vertedero. Me creen a pesar del olor. Me ponen una multa por circular demasiado a la izquierda... y vuelvo a casa.

-¿Y qué hiciste con las bolsas?

–Las volví a dejar en el sótano. Agarré la cabeza, la lavé, la puse en el suelo del cuarto de baño, me masturbé; luego volví a meter la cabeza con el resto de las bolsas, abajo. A la mañana siguiente... metí las bolsas en una tubería de desagüe enterrada que medía unos tres metros. Aplasté la entrada de la tubería hasta cerrarla y las dejé unos dos años y medio dentro.

-¿Cuándo volviste a buscarlas?

–Después del ejército, después de trabajar un año en Miami. Abrí la tubería, agarré los huesos, los rompí en trozos pequeños y los esparcí por la maleza.

-¿Por qué rompiste los huesos?

–Para acabar con todo. El colgante que él llevaba y las pulseras... los arrojé al río.

-¿No conservaste nada de aquel episodio? –No. Quemé las ropas.

-No quiero que me describas cada uno de los casos, pero me gustaría centrarme en algunos. ¿El siguiente homicidio cuándo ocurrió?

–En 1986. Invité a un chico que había conocido en un bar gay, detrás del Hotel Ambassador, a pasar una noche de sexo y emociones. Ya había empezado a dar píldoras a la gente.

-¿Qué tipo de droga usabas?

–Píldoras para dormir.

-¿Cómo te aficionaste a ellas?

–Llevaba un tiempo yendo al sauna y la mayoría de los que conocía allí quería sexo anal; a mí esto no me interesaba, prefería encontrar una manera de quedarme toda la noche con ellos sin necesidad de esto.

-¿Qué efecto notabas en ellos?

–Quedaban inconscientes unas cuatro horas.

-¿Cuál era tu plan?

–Tener control sobre los demás sin hacerles daño.

-En aquella época, ¿tenías intenciones de llevarte a alguien a casa?

–No, en absoluto. Por eso empecé a utilizar el maniquí. ¿Sabía esto? Buscaba la manera de satisfacerme sin hacer daño a nadie.

-¿Intentaste apartarte de todo esto?

–Sí. Durante dos años. Alrededor de 1983 empecé a frecuentar la iglesia con mi abuela. Quería enderezar mi vida. Iba a misa, leía la Biblia, intentaba apartar todo pensamiento relacionado con el sexo, y durante esos dos años salí adelante. Pero una noche, en la biblioteca local, leyendo un libro y pensando en mis cosas, se me acercó un chico, me tiró una nota en el regazo y se alejó apresuradamente. La nota decía: “Si bajas al lavabo de la planta baja, te la chupo”. Me lo tomé a broma y no le di más importancia. Pero unos dos meses después empecé otra vez, el impulso, la compulsión. Aumentó el deseo sexual. Volví a beber y a frecuentar los sex-shops. En aquel tiempo tenía controlado el deseo, pero quería encontrar la manera de saciarme sin hacer daño a nadie. Así que me hice socio del sauna, iba a bares gay e intentaba obtener satisfacción con el maniquí. Luego ocurrió el incidente del cementerio. Leí la esquela de un joven de dieciocho años y me presenté en el tanatorio. Vi el cadáver y era un hombre muy atractivo. Cuando lo hubieron enterrado, agarré una pala y una carretilla con la intención de llevarme el cadáver a casa. Alrededor de medianoche me dirigí al cementerio, pero el suelo estaba helado y tuve que abandonar mi propósito.

-¿Descubriste que en los bares era fácil conseguir que alguien se fuera contigo? –-Exacto. Era un muchacho muy guapo. Le invité a la habitación del hotel. Estuvimos bebiendo. Yo tomaba cola con ron de alta graduación. Le hice beber a él también y se quedó dormido. Yo seguí bebiendo y debí de quedarme en blanco, porque no recuerdo nada de lo que ocurrió hasta que me desperté por la mañana. El estaba tumbado de espaldas, con la cabeza colgando del borde de la cama; yo tenía los antebrazos llenos de contusiones y él algunas costillas rotas y otras lesiones. Al parecer, lo había golpeado hasta matarlo.

-¿No tienes ningún recuerdo de haberlo hecho?

–No recuerdo haberlo hecho y no tenía ninguna intención de hacerlo.

-¿Qué haces a continuación?

–Estaba horrorizado. Pero... tenía que hacer algo con el cadáver. Lo encerré en el armario, me fui al centro comercial y compré una valija grande con ruedas. Lo metí dentro. Reservé la habitación para otra noche. Me quedé ahí sentado, aterrorizado. La noche siguiente, a la una de la madrugada, abandoné el hotel, pedí al taxista que me ayudara a meter la valija en el portaequipajes, y me dirigí a casa de mi abuela. Escondí la valija en el sótano y lo dejé allí aproximadamente una semana.

-¿Y no despedía ningún olor?

–No, porque hacía frío. Era la fiesta de Acción de Gracias y no podía hacer nada porque iban a venir unos familiares de visita.

-¿Por qué no dejaste el cadáver en la habitación?

–Porque estaba a mi nombre.

-Sigamos. Tienes el cadáver escondido allí abajo una semana.

–Mi abuela sale un par de horas para ir a la iglesia, y yo bajo a buscarlo. Agarro un cuchillo, le rajo el estómago, me masturbo, luego separo la carne y la meto en bolsas, cubro el esqueleto con una colcha y lo hago pedazos con una maza. Lo envuelvo todo y el lunes por la mañana lo echo a la basura. Excepto el cráneo. El cráneo me lo guardé.

-¿Cuánto tiempo lo conservaste?

–Una semana. Lo metí en lejía concentrada para blanquearlo. Quedó limpio, pero demasiado frágil y lo tiré.

-¿No te dio miedo tirar todo a la basura?

–No sabía qué otra cosa hacer.

¿Y tu abuela no se imaginó algo raro?

–Sólo se quejaba de algunos malos olores.

En cierto momento te fuiste de su casa.

–Pensé que, después de ocho años con ella, era hora de tener mi propia casa, donde no me viera tan restringido.

¿Y dónde estaba esa primera casa?

–En la calle Veinticuatro. Allí es donde saqué aquella foto (de la primera víctima laosiana). No quería hacerle ningún daño.

Era muy joven, ¿no? ¿Cuántos años tenía?

–Trece, catorce. Creí que era mayor. Ya sabe, un asiático puede tener veintiún años y seguir teniendo cara de niño.

Así es. ¿Qué te impulsó?

–Era un domingo por la mañana. Había salido a dar un paseo. Necesitaba actividad sexual. Lo vi, era muy atractivo. Le ofrecí cincuenta dólares por sacarle unas fotos. El aceptó. Le hice dos fotos, le di una bebida y creí que estaba inconsciente. Se escapó, y se presentó la policía.

Ahí te salió el tiro por la culata. La policía te detuvo.

–Mmm-hmm. El agente y yo volvimos al apartamento. Registraron la casa. No encontraron el cráneo que tenía en una cómoda del vestíbulo.

¿Cómo es posible que no lo vieran?

–Estaba debajo de la ropa. En Ohio se les pasaron por alto las bolsas de basura, y ahora no veían el cráneo.

Si lo hubieran encontrado, las cosas habrían cambiado considerablemente, ¿verdad?

–Sí. Y salir del hotel como lo hice. No era nada normal. Cuestión de suerte. En el diálogo siguiente, observarán que Dahmer interpreta mal lo que yo le digo. Yo digo que la voluntad de los homosexuales de relacionarse con desconocidos es una práctica peligrosa para ellos, pero él interpreta toda referencia al peligro como peligro para él, no para otros.

La mayor parte de tus víctimas las sacabas de bares o barrios gay. ¿Qué opinas de su disposición a relacionarse con desconocidos? ¿No crees que es peligroso?

–Sí, lo pensaba, pero la compulsión pasaba por encima de todo.

-Según parece, habías elaborado un plan muy detallado para convencer a la gente de que fuera contigo. Estabas seguro de que siempre lo conseguirías.

–Sí.

-Pero algunas veces no funcionaba.

–Algunas veces, muy pocas, estaba muy borracho, y me llevaba a alguien que no era tan atractivo como había creído, y por la mañana tenía resaca y se iba. Otras veces no quise matarlos, porque no quería estar con ellos. Esto me ocurrió tres o cuatro veces. Otras noches no quería estar con nadie y volvía a casa a ver un video o leer.

-No tenías muchas cintas de video.

–A medida que pasaban los años, fui dejando de lado los videos y las revistas que no me atraían. Aparte de las películas porno, las del Jedi (trilogía de La guerra de las galaxias), el personaje del Emperador, con su control absoluto, encajaba perfectamente en mis fantasías. Supongo que a mucha gente le gustaría tener el control total, es una fantasía muy común.

-Esta idea de dominación y control, ¿consideras que fue en aumento desde la segunda víctima hasta la última?

–Mmm-hmm.

-Y empezaste a perfeccionar tu técnica de llevarte chicos a casa.

–Se convirtió en el impulso y el foco de mi vida, lo único que me daba satisfacción.

-Tuviste algo con las ciencias ocultas. ¿Era un intento de conseguir más poder?

–Sí, pero no fue nada serio. Hice algunos dibujos. Iba a librerías especializadas en ciencias ocultas y compraba material, pero nunca hice ningún ritual con las víctimas. Probablemente lo habría hecho seis meses más tarde, si no me hubieran detenido.

-Tengo una copia de un dibujo tuyo. Es toda una fantasía, ¿eh?

–Habría sido una realidad, con seis meses más.


 

Dahmer quería construir lo que él unas veces llamaba “centro de poder” y otras “templo”, formado por una larga mesa en la que colocaría seis calaveras. Dos esqueletos completos la flanquearían, uno a cada extremo, suspendidos del techo. Una gran lámpara se erguiría en el centro de la mesa y extendería seis globos de luz sobre las calaveras. El propósito de Dahmer era crear un entorno desde donde conectar con otro nivel de percepción o del ser, a fin de conseguir el éxito en el amor y las finanzas.


 

-¿Pensabas comprar todo ese equipo?

–Sí. Ya tenía las lámparas y los esqueletos.

-¿Alguna vez creíste...?

–Nunca estuve seguro, pero...

-¿Qué había detrás del hecho de que conservaras los esqueletos, los cráneos, el pelo, las partes del cuerpo....

–Conservar los cráneos era una manera de sentir que había sido un desperdicio total matarlos. Los esqueletos iba a utilizarlos para el templo, pero ésta no fue la motivación para matarlos; se me ocurrió después.

-Parece que tolerabas mal que la gente se marchara.

–Eran levantes de una noche. Siempre me dejaban claro que tenían que volver al trabajo. Y yo no quería que se fueran.

-¿Crees que era realista? ¿No pensaste nunca en establecer una relación permanente?

–No podía. Cuando fui a vivir al apartamento, ya estaba hasta el cuello en cierta manera de hacer las cosas. Además, nunca conocí a nadie que me inspirara la confianza para mantener ese tipo de relación.

-Entonces, ¿lo habrías preferido pero era imposible encontrar?

–No me quedaba tiempo para andar buscando. Trabajaba seis días a la semana, tenía limitaciones de tiempo, y quería soluciones inmediatas.

-Con el primer muchacho, al que intentaste convertir en zombi, no te salió bien. ¿Volviste a intentarlo?

–Lo intenté otra vez, doblé la dosis y el resultado fue fatal. Esta vez no hubo estrangulamiento. Luego intenté inyectar agua hirviendo. Más tarde se despertó. Estaba muy aturdido. Le di más píldoras y volvió a dormirse. Esto fue la noche siguiente. De día lo dejaba allí.

-¿Le habías atado?

–No. Estaba siempre acostado. Aquella noche murió.

-¿Y qué me dices de (otra víctima)?

–Le puse la primera inyección cuando estaba drogado, me fui por una cerveza y cuando regresé...

-¿Eso fue antes o después de que viniera la policía?

–Antes. La primera inyección fue antes. Salió del apartamento. Me lo volvieron a traer, creyendo que estaba borracho. Le puse la segunda inyección, y eso fue fatal.

-¿Fue inmediato o...?

–Inmediato. Era el hermano del que había fotografiado. Fui a dar una vuelta al centro comercial y me topé con él. No lo conocía. ¿Cuántas posibilidades había de que ocurriera algo así? Astronómicas.

-¿Hasta donde perforaste?

–Sólo hasta el hueso. Lo inyecté. Estaba dormido y salí a tomar una cerveza rápida al bar de enfrente antes de que cerrasen. Cuando volvía, le vi sentado en la acera y alguien había llamado a la policía. Tuve que pensar deprisa: les dije que era un amigo mío que se había emborrachado y me creyeron. En mitad de un callejón oscuro, a las dos de la madrugada, con la policía a un lado y los bomberos al otro. No podía ir a ninguna parte. Me pidieron el carnet de identidad y se los enseñé. Trataron de hablar con él y les respondió en su lengua. No había rastros de sangre; le examinaron y se creyeron que estaba completamente borracho. Me dijeron que me lo llevara adentro; él no quería entrar, pero entre dos agentes lo subieron al apartamento.

-¿Lo examinaron?

–No. Lo tumbaron en el sofá y echaron un vistazo al apartamento. No entraron en mi dormitorio. Si lo hubieran hecho, habrían visto el cadáver (de una víctima anterior) que aún estaba allí. Vieron las dos fotos que le había sacado antes al muchacho, que estaban encima de la mesa del comedor. Un agente le dijo al otro: “¿Lo ves? Ha dicho la verdad”. Y se marcharon.

-¿De dónde has sacado esta tranquilidad? En situaciones así, la gente se pone a temblar.

–La primera vez que vinieron, temblaba... Bueno, no lo sé. No sé de dónde he sacado esta tranquilidad. ¡No lo sé!


 

Muchos asesinos en serie conservan trofeos o recuerdos de sus víctimas. Dahmer había llevado esta tendencia mucho más allá. De las paredes de su apartamento colgaban numerosas fotos de esbeltos modelos masculinos. Le pregunté si las poses de las víctimas en sus fotos imitaban esas otras.


 

–Era para dar más realce a su físico.

¿Qué significado tenía esto para ti?

–Era una manera de ejercer el control, de que tuvieran el aspecto que yo deseaba.

Era importante conservar las fotos.

–Las utilizaba para masturbarme.

-Tenías montones. ¿Y no las escondías?

–Antes sí, pero en la época de la detención me estaba volviendo muy descuidado.

-Volviendo al muchacho del apartamento: ¿cuánto esperaste para descuartizarlo y deshacerte del cadáver?

–Hasta el día siguiente.

-¿Cuánto tardaste?

–Unas dos horas.

-¿Tan sólo?

–Tenía mucha práctica. Es un trabajo sucio. Trabajaba deprisa.

-¿Siempre en la bañera?

–Sí.

-Y te deshiciste de él. ¿Arrojaste mucho por el inodoro? ¿No se atascaba?

–No, jamás se me atascó.


 

Pregunté a Dahmer si había leído algo de otros asesinos en serie como Gacy y me respondió que, cuando había oído hablar de éste por primera vez, él ya había matado a varias personas. No puedo asegurar si mentía o no, porque es frecuente que los asesinos lean sobre los crímenes de otros asesinos, y, aparte de la satisfacción que les produce ver que actúan de la misma manera, a veces aprenden sus técnicas.


 

-¿Torturaste a alguno de esos muchachos?

–Jamás. Jamás.

-¿Se trataba siempre de anular su conciencia con las drogas y con la muerte?

–Quería que fuese lo menos doloroso posible.

-¿Cuándo tenía lugar la actividad sexual?

–Después de drogarlos.

-¿Crees que era realista mantenerlos en aquel estado?

–Drogados no. Por eso empecé con las trepanaciones. Drogarlos no funcionaba.

-Tenías reparos en hacerles daño. Cuando estaban conscientes y les hacías daño, ¿te preocupaba?

–Por eso no pude seguir con (nombre de la víctima). Y acabó llamando a la policía. -Pero no le creyeron. Estaba a tres kilómetros de mi casa y me lo traje otra vez. Tenía el cuchillo, pero fui incapaz de utilizarlo.

-¿Alguna vez los mordiste?

–Sí, sí. Al primero. Cuando ya estaba muerto le mordí el cuello.

-¿Y qué había detrás de eso, cuál era la motivación?

–La sensación de que pasaban a formar parte de mí.

-¿Con cuál de las víctimas empezaste a comerlas?

–Con M. Fue después (del laosiano). Creo que el tercero del apartamento.

-Más o menos el número siete.

–Supongo.

-¿Cómo ocurrió?

–Mientras lo desmembraba. Guardé el corazón. Y los bíceps. Los corté en pedazos pequeños, los lavé, los metí en bolsas de plástico herméticas y las guardé en el congelador; buscaba algo más, algo nuevo para satisfacerme. Después los cociné, y me masturbé mirando la foto.

-¿Nunca sentiste inclinación por los niños? ¿Cuáles eran tus preferencias?

–Los hombres hechos y derechos.

¿De tu misma edad?

–Mmm-hmm.

-Blancos, negros y morenos.

–Esta es la cosa. Todo el mundo cree que era una cuestión racial, pero eran diferentes. El primero era blanco, el segundo era un indio norteamericano, el tercero era hispano y el cuarto era mulato. El único motivo de que levantara hombres negros era que en los bares gay eran mayoría.

-Entonces era una cuestión de zona.

–Sí. Espero que haya quedado claro.

-¿Te han acosado los negros en la cárcel por este motivo?

–Sí. Creen que... se trata de algo racial.


 

La vez que Dahmer abrió un armario y el administrador olió el contenido de un barril de plástico con capacidad para más de cien litros, lleno de la solución de ácido que utilizaba para disolver los huesos, el administrador a punto estuvo de desvanecerse. El le explicó que allí vertía el agua sucia de la pecera y el hombre se lo creyó.


 

-¿De la pecera? ¿Era una excusa creíble?

–Yo creo que no. Pero, según parece, se la tragó.


 

Poco después, tiró el barril con su contenido y se agenció un enorme bidón azul de petróleo.


 

-¿Qué había dentro?

–Los torsos sin cabeza.

-Ese bidón azul, ¿era para guardarlos y procesarlos más tarde?

–Era para el ácido. Para tratar los torsos.

-¿Cuál era el propósito de las lámparas?

–Eran globos azules. Apagaba la luz de arriba y conseguía dar una atmósfera misteriosa y oscura al escenario. Efectos especiales.

-¡Vaya escena!

–Como en las películas del Jedi.

-¿Y por qué barnizar los cráneos?

–Para darles un aspecto más uniforme. Después de unas semanas, algunos no estaban tan blancos como los otros y tenían un aspecto artificial, como fabricados para un anuncio.

-He visto fotos y es verdad, casi parecía una campaña comercial. ¿Los sacaste alguna vez?

–Hace mucho tiempo. Una vez me llevé a casa a un muchacho de Chicago. Los vio y creyó que eran comprados.

-Algunos cadáveres tenían las plantas de los pies rebanadas. ¿Por qué?

–Eso era simplemente para que el ácido tuviera una mayor superficie para desintegrar la carne. La piel de la planta de los pies normalmente es muy gruesa.


 

Seguimos hablando de dos casos que no terminaron en homicidio. En el primero, un hombre joven había sobrevivido a “la bebida” en casa de la abuela y Dahmer le permitió marcharse, pero más tarde el muchacho tuvo que ser hospitalizado y denunció el incidente a la policía, que no hizo un seguimiento muy bueno del asunto. A continuación sigue la narración, palabra por palabra, del segundo caso.


 

-¿Qué pasó con aquel muchacho que golpeaste con un martillo?

–Se marchó furioso, diciendo que iba a llamar a la policía. Quince minutos más tarde, regresó. Llamó a la puerta y le dejé entrar. Dijo que necesitaba dinero para el teléfono, o el taxi, o no sé qué. Me pareció increíble que volviera. ¿Puede creérselo?

-¿En lugar de ir a la policía?

–Tenía miedo de dejarlo ir otra vez; forcejeamos unos cinco minutos. Los dos estábamos agotados. Estuvimos en el dormitorio hasta las siete de la mañana. Lo calmé; me prometió que no llamaría a la policía. Fuimos a la esquina, paré un taxi y ésa fue la última vez que lo vi.

-Es raro que no presentara una denuncia.

–Lo hizo, pero contó una historia absurda de que yo le había pegado y no le creyeron.

-Beber más de la cuenta ha sido un problema constante en tu vida, ¿verdad?

–Sí. Era mi manera de sobrellevar la vida familiar. El divorcio. Y los golpes. Bebía para borrar la memoria. Durante un tiempo funcionó.

-¿Puede decirse que te mantenías en un estado de semi..?

–En un estado de borrachera.

-¿Lo sentías como una necesidad?

–Así parecía todo más fácil.

-¿Te producía placer el acto de cortar en sí?

–Al principio sí. Luego pasó a ser una rutina.

-¿Y el sexo después de la muerte?

–Placentero.

-¿Y con los restos?

–No era tan placentero como cuando los tenía enteros.

-¿Has sabido siempre que lo que hacías estaba mal?

–Sí, sí.

-¿En algún momento llegaste a decirte: “Esto es una locura”?

–Sí. Cuando empecé con lo del taladro. Fue en el número doce, o por ahí.

-¿Eras consciente de que...?

–De que aquello ya era demasiado.

¿Te dijiste: “No volveré a hacerlo”?

–No. Quería conseguir la técnica del zombi.

-¿Por qué crees que la dominación, el control, el poder sobre los demás era tan importante? Para la gente corriente, son factores importantes, pero no hasta el extremo que los llevaste.

–Si hubiera tenido intereses y aficiones normales, como el deporte, no habrían sido tan importantes. ¿Por qué lo eran? No lo sé. (Larga pausa). Supongo que me hacían la vida más atractiva, o más plena.

-De acuerdo. Pero se trataba de un poder y un control... fuera de control. ¿Entiendes lo que quiero decir?

–Ahora sí.

-Cuando empezaste con lo del taladro, ¿tuviste la sensación de que iban a agarrarte?

–No. Creía que podía evitar que me descubrieran. Fue después de perder el trabajo cuando se me empezó a desmoronar todo.

¿Fue poco antes de que te detuvieran?

–Tal vez un mes.

-¿Por qué perdiste el empleo?

–Porque llamé una noche, cuando estaba con el levantador de pesas negro. Creía que aún me quedaba un día de baja por enfermedad, pero no. Decidí pasar la noche con él, porque pensaba que al día siguiente aún tendría el trabajo. Fue por eso.

-¿Y lo de las lentes de contacto amarillas?

–Los dos protagonistas de estas películas (El retorno del Jedi y El Exorcista III) llevaban unas lentes en los ojos que emanaban poder. Formaba parte de mi fantasía.


 

Seguí con la lista entera de crímenes para descubrir algún indicio de su estado mental en la época de cada uno de ellos. Para mí, el acontecimiento clave era lo que había ocurrido en el Hotel Ambassador en 1986. Me interesé por cómo era su vida en aquella época.


 

–Por aquel entonces había dejado de intentar resistirme a los deseos, pero, cuando conocía a alguien, iba a su casa y me limitaba a pasar una noche de sexo con ellos. La violencia no entraba en mis planes.

-Pero esta vez te despiertas y el chico está muerto. Desde entonces hasta enero de 1988 pasan dos años, pero desde enero de 1988 hasta marzo de 1988 pasan sólo dos meses. Lo que ocurrió en el Ambassador, ¿te pareció agradable...?

–No.

...¿o terrible?

–Terrible.

-¿Por qué?

–No lo había planeado. Para mí fue una sorpresa encontrarme con lo ocurrido.

-Y que él te acompañara a casa de tu abuela, ¿qué fue? ¿Un cúmulo de circunstancias?

–Sí. Nos desnudamos. Estuvimos en la cama, acariciándonos. Nos masturbamos. Y... lo encontré tan atractivo que quise conservarlo.


 

Las siguientes preguntas tenían por objeto discernir qué crimen en concreto había sido planeado y cuál espontáneo. Revisamos todos los casos en una secuencia temporal. El siguiente había sido en marzo de 1988.


 

-¿Dónde lo encontraste?

–Yendo de copas. Llevaba toda la noche bebiendo y ya me iba a casa. Cuando salí, lo vi y le hice el ofrecimiento.

-¿Y otra vez a casa de la abuela, las drogas y todo lo demás?

–Mmm-hmm, el mismo plan.

¿En aquel momento sabías...?

–En aquel momento... sí, sin duda. El plan... Mmm-hmm.

-Después pasa un año. Estamos en marzo de 1989. Aquella vez, cuando saliste de casa, ¿ibas en busca de alguien? ¿Planeabas hacerlo?

–Sí, sí. Buscaba a alguien para llevarme.

-El siguiente crimen se produjo catorce o quince meses más tarde. “¿Cuáles habían sido las circunstancias?”, pregunté.

–Lo encontré delante de un bar. Se dedicaba a la prostitución y era muy guapo. Le ofrecí dinero, fuimos a casa, y... el mismo plan.

-Cuando fuiste a Chicago, ¿habías quedado con alguien?

–Sí.

-¿Pensabas que la cita podía terminar en homicidio?

–Sí, probablemente.


 

Le pregunté a Dahmer si, en medio de una serie de crímenes, antes de salir a la caza fantaseaba sobre lo que ocurriría.


 

–Sólo mirando fotos de víctimas anteriores. Videos, películas pornográficas, revistas. No tenía fantasías elaboradas antes de salir.

-Entonces, te valías de las fotos y la pornografía para llenar los huecos entre...

–Exacto.

-...entre sucesos.

–Sí.


 

Le pregunté de nuevo por sus preferencias sexuales, qué tipo de persona habría deseado como compañero sexual.

–Me habría gustado tener un hombre blanco bien desarrollado y complaciente. Habría preferido tenerlo vivo y que estuviera siempre a mi lado.

-¿Que saliera a trabajar y que llevara una vida normal, o que sólo estuviera contigo?

–Que sólo estuviera conmigo.


 

Menos preferible, pero aún deseable, dijo Dahmer en respuesta a otras preguntas, habría sido dejar a alguien en “estado zombie”. Bajando la escala, dijo que habría preferido “lo que he estado haciendo”, es decir, ligar con hombres en los bares y llevárselos a casa para matarlos. Bajando más aún en la escala de las preferencias, sin embargo, dijo: “Nada”. Ni sexo homosexual normal ni sexo heterosexual normal, ninguna pareja. O, en todo caso, la pornografía.

-¿Y después?

–Celibato, sin ninguna actividad sexual. Éste era el estado que intentaba alcanzar los dos años en que fui a la iglesia.

-¿Intentabas alcanzar ese estado porque sabías que así no te meterías en líos?

–En efecto, en efecto.

-En la época en que cometiste los crímenes, ¿creías que tenías derecho a hacer lo que hacías?

–Siempre intentaba no llegar a conocer demasiado bien a la persona. Así se parecían más a un objeto inanimado. Pero siempre supe que no estaba bien. Tenía de culpa.

-¿Alguna vez pensaste que el otro había hecho algo mal y que tú tenías justificación para...?

–No. Esto es lo que creía Palermo, el psicólogo forense. Que lo hacía para librar el mundo de malvados. Y no lo hacía por eso.

Nada de psicologías profundas, ¿eh? No siempre funcionan.


 

Nos reímos y dimos por terminadas las sesiones. Dahmer aceptó volver a recibirme después del juicio para que yo siguiera con las entrevistas. Le dije que se cuidara y que fumaba demasiado. Me respondió que si terminaba teniendo un cáncer y se moría, solucionaría el problema a todos los que no sabían qué hacer con él.

Un jurado de no expertos corroboró que una persona, para ser considerada enferma mental, debe comportarse como tal la mayor parte del tiempo. Por consiguiente, consideró que Dahmer estaba legalmente en su sano juicio al cometer los crímenes. Una vez emitido este veredicto, el jurado tuvo que considerar a Dahmer culpable de quince asesinatos y fue condenado a quince cadenas perpetuas, lo que equivaldría a unos 936 años de cárcel. En Wisconsin no existe la pena de muerte.

En los años que pasó en la cárcel, según Boyle, su abogado, se negó a aceptar protección especial e insistió en mezclarse con los demás reclusos. A finales de noviembre de 1994, fue asesinado por un preso negro, tal como había temido. Fue apaleado en el baño hasta la muerte por Cristopher J. Scarver, que también cumplía cadena perpetua por asesinato. Scarver había sido condenado a pesar de haber afirmado que unas voces le decían que era el Hijo de Dios y le advertían acerca de si podía o no confiar en una persona.

Para muchos, la muerte violenta de Dahmer fue un final apropiado; hubo otros, sin embargo, entre ellos algunos columnistas, que se enfurecieron porque Scarver había privado a los ciudadanos del derecho de tener a Dahmer purgando durante muchos más años los crímenes cometidos. En mi opinión, ni Dahmer ni Scarver tendrían que haber sido encarcelados sino recluidos de por vida en una institución psiquiátrica.

El problema, en realidad, es que personas como Dahmer plantean un dilema a la sociedad, que no ha desarrollado un modo adecuado de tratarlas. Centrarse en conceptos como el bien y el mal no es ni una aproximación siquiera a la compleja realidad de lo que hizo Dahmer. En la década de 1970, le pregunté al asesino en serie Edmund Kemper si su personalidad y sus problemas se incluían en el DSM-II, y me respondió que no creía que se incluyeran hasta que el DSM entrara en su sexta o séptima edición..., una edición que no se publicaría hasta bien entrado el siglo XXI.

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